sábado, 7 de agosto de 2010

MANUEL SOSA: (Meneses, 1967)

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Poeta y ensayista. Se graduó en Lengua Inglesa, y ejerció como profesor universitario hasta 1998, año en que emigró de Cuba. Escribió para revistas y periódicos de la isla, sobre todo reseñas de libros y temas culturales. Sus poemas han aparecido en antologías cubanas, mexicanas, chilenas y norteamericanas. Ha residido en Toronto, Charlotte y Atlanta, y en esta última ciudad trabaja desde el 2000 como supervisor de servicios sociales.
Ha publicado los libros Utopías del Reino (Ediciones Luminaria, 1992. Premio David 1991, Premio de la Crítica 1993), Saga del tiempo inasible (Editorial Letras Cubanas, 1995. Premio Pinos Nuevos 1995), Canon (Ediciones Cairos, 2000, Todo eco fue voz (Ediciones Unión, 2007) y Una doctrina de la invisibilidad (Bluebird Editions, 2008)
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UN MINUTO ANTES
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Cada vertimiento que carcome el papel podría truncarse el minuto antes de sentarnos a solas, luego de haber comprobado lo irremediable de ese aparente trance redentor y de haber escogido el compás y la placidez: no más invisibilidad, la voz ungida de armonías y disuelta como todo rito, entre murmullos.
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Se habrá hecho tarde para regresar al desaliento que favoreció, en principio, el convertirnos en vehículo de simbologías y representaciones. Se habrá dejado pasar el precioso estado de estupor, el desconcierto ante el golpe, la cápsula de ingravidez que tan fácilmente hubiéramos dominado de no habernos sentado a escribir.
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UNA TEMPORADA ENTRE LA GENTE COMÚN
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Si fuera escarcha ese manto que mis pasos quiebran
yo podría sosegarme, y no mirar atrás.
La tierra sigue siendo magra, sus nervios
se crispan como acechan, su frialdad persiste
y se aposenta sobre los marcos vacíos.
Cada bolsa de viaje fue pesada, medida
y prescrita por los usos de la verosimilitud.
Es como una fábula que comenzó a destejerse
con el ya distante toque de ánimas
y su simple adagio se fue convirtiendo en admonición,
y luego en amenaza, y hoy por fin
ya nadie sabe en qué sitio ocultarle.
Así como duele olvidar las propias estaciones,
nieve y fuego, ceniza y lápida, el lienzo
es demasiado ancho, demasiado pulcro
para estrujarlo y no arrepentirse.
Contaba las monedas, doblaba mis vestiduras
y ya me creía inescrutable.
Tenía un portillo y noticias, y aromas robados
a la monotonía de los atardeceres.
No creo haberlos perdido; mi dolencia es hábil
y no me deja flaquear.
Despliegan este paisaje ante mi rostro
para castigar la dureza que no podré describir.
Tengo que mirar atrás, sin saber quiénes imploran
y quiénes reniegan.
El camino ha expuesto a la frialdad de los maitines
y se resume en una palmatoria
que dejan ver desde mi celda ahora humilde,
lavada de mí, luciente para el próximo huésped.
Tengo que reconocer el destello en esos nogales
que antes fueran patíbulos, la hondura
de cada tela que prometen devolverme
cuando pase el tiempo y ya mis manos
hayan olvidado sostener el carbón.
No es escarcha, ni es sendero, ni siquiera lienzo
que aguarda la sesión secreta.
No es lenitivo, ni esperanza, ni cura milagrosa
mientras sea yo quien salga a tientas,
sin lograr desasirme
de esa legión que se obstina, noche tras noche,
en vedarme el discernimiento.
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LA CORONA TENDIDA
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Por entre los brotes, viene el lancero por entre los guijarros
a postrarse al fin, como en una alucinación.
La inmovilidad es la etapa inicial del esplendor,
aguardando un ademán, una mirada que le instruya.
La belleza flota, y en las espigas medra la muerte.
Traspasado, mira cruzar las nubes; el yelmo rueda
para detenerse de súbito, más allá de su alcance.
Es como si los elementos le despojaran
de cada privilegio, atendiéndole cual amas silentes.
No ha de mediar un oráculo
entre las transiciones que ahora se pactan.
Es como si las mortajas pertenecieran a otra imantación,
a otro estatismo.
El cuerpo era el sello, el pábilo que afianzaba
la cera, su insuficiencia.
Era tarde para dibujar los nimbos, las curvas
en que lo divino había sido apresado.
A la propia lanza revestían de azufres
y en la pendiente vibraban la oriflama,
los ídolos agrietados.
Es como si los golpes no le hubieran provisto
de esta cobija, y a sus vestimentas no desgarrasen
las ráfagas, viento en la luz,
luz en la cuenca que vio flaquear sus destrezas.
Viene el lancero a desviar el cauce, a sacrificar
su memoria por la memoria de quien le trajo
a limpiar la corona tendida,
la que nunca fue suya.
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LEERLO, PARA NO VIVIRLO
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A qué penitencia me arrojará esta página por doblarse
cuando mis ojos se aparten y divisen la silueta de los árboles
en el soto lejano.
Duele acomodarse ante las luces
que terminan por fatigarnos
tras los contornos de un libro viejo y forzoso.
El círculo que irradian ha sido la representación del mundo,
donde el brazo noble se refugia
en el brazo falso que nunca blandió hierros.
Duele reclinarse en el diván cuando la causa del agobio
ha de buscarse sin el acostumbrado énfasis,
sabiendo que faltamos en un bajel o en una muralla.
Leerlo, para no vivirlo; imaginar que fuimos otros
y que propagamos un arquetipo impune.
Las lágrimas, casi reales, alcanzaron a manchar la hoja
y no el pecho de alguien que hubiera preferido perdernos
y despedirnos pese a todo.
Nos forzamos a amar paradigmas, por no ser rechazados
y no tener que viciar metáforas.
Nada de heridas tenues o profundas, si mañana
cambiaríamos el rostro y quizás la doctrina.
Leerlo, para no vivirlo; silenciar el coro de apóstrofes
con una cláusula que hubiéramos podido urdir
de no haberla encontrado alguien a quien escoltamos
y aún ansiamos dominar.
La sangre de los otros, el miedo pasajero
y descrito con maestría:
leerlo, para no vivirlo, y avivar la lumbre
como quien sabe que su personaje está hecho
de intenciones y gestos,
y que su ciclo culmina con la cera apagada,
cuando el libro, por fin, se cierre sobre el regazo.
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EL CANDIL EN LA CELDA
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Es la estrechez de los ámbitos adonde nos destinan
y el escrutinio de las mismas partituras
lo que nos conduce al término
que es la finitud tras una máscara.
Se indaga en vano, la evidencia se escurre
para no dejarse ver jamás.
Se atrapa al numerario, ronzal que le aquieta
entre flores taimadas,
por conocerle.
El desasimiento o la búsqueda, nada se pide
al maestro que nos azotaba en un temblor:
la Proporción Divina se equipara al misterio
sin darnos razón de los flagelos
y sus progresiones.
Nada puede contra su miedo a los claustros,
a las pústulas que asoman en el barniz
cuando dejamos de atenderle.
En cada maestro olvidamos el nombre
y el carmesí que aún mancha los silabarios.
Quedamos en la pregunta, en la celosía
tan breve como el escozor de la propia pregunta.
Apartamos la cortina sin distinguir quién se despide
ante la dureza de otra puerta.
Por las noches nos atormenta la ignorancia
y la vulnerabilidad de los símbolos.
No saber descifrar el vestigio de la linfa
sobre el papel
ni lo que los rumores pretenden replicar
cuando un aria emerge de las tinieblas
y se aposenta entre tantos volúmenes
que nada explican.
Ilegibles, se van haciendo ilegibles
los registros que se ahogan en recriminaciones.
Volvemos a indagar y nos cruzan el rostro.
Han retirado todas las escalas
y ya no sabemos más, Dios de los espacios,
no sabemos por qué cadalso decidirnos.
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SOLSTICIO
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Sabor a lobreguez nos guarda el corredor que lleva al patio.
Un lauro que fue cadencioso, ahora mustio sobre la nieve.
Es una sedición minúscula
de las apariencias.
Hoy viene a ser la hartura que arrastra
su propio peso
y se regodea en el silencio de la especie.
Esa extensión que anhelaban los cuerpos
cuando en lo intemporal esplendían
ha sido propiciada con tal vigor
que no alcanzan el tiempo
ni las destrezas
para habitarla.
La razón instintiva se alimenta con su propia inducción,
apropiaciones emocionales vertiéndose en la copa del juez.
La ruina sobreviene, a solas con el perfume,
tan duro el suelo como la costra
que cubre su diadema.
El esquema que seguimos retiene antiguos presagios
mientras el ave sondea la tersura del aire, en espirales.
Cada cual rasga un túnico que obra y tributa
mas la ceniza aguarda su tiempo.
¿Qué busca el avizor robando falsa doctrina
en esa realidad inútil, abrazando
el dolor de la apariencia?
En el fruto muere la extensión, se difumina la luz.
En ella enceran el hilado gris
por un instante, su ceñimiento simulan.
Las limaduras como brújula, o mapa,
o migas de pan divino.
Sentir apenas el toque de completas, anunciando
el principio de esta nueva y definitiva sedición.
El acto que alumbra, el fósforo restallando,
la abertura como muerte.
Tanta afluencia he visto bajo el sol, tantas luminosidades
que no cierran esta herida.
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BOSQUE
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Yo he dado con el guión perfecto: un leñador que se aparta
del grupo por reconocer su viejo cubil, palpando los tallos
igual de olorosos, silente en el islote que forma la hierba
castigada por la canícula. Quedan los jirones del vestido
aunque no el venablo que se clavó sobre aquel pecho inocente.
"Tú no has venido a mi sueño para ufanarte de tus talentos,
lengua apresada por la compunción, fibra deshecha".
El leñador no se vuelve, y husmea el suelo, intranquilo,
porque no sabe que le imaginan de regreso
en el filo del hacha que limpia amorosamente.
"Corta el tronco, engendra visiones, limpia la sangre".
Nadie le habla porque es mi sueño; nadie le arropa
para no contrariarme, la mejoría que me ofrecen sus frascos.
Me imagino el argumento donde traen un bozal
para la bestia que duerme en el hombre y se olvidaron
otra vez de describirlo; argumento para recibir los dones
como corresponde al preceptor y no a quien blande
el hacha. El nudo es la única alteración de lo Otro
sobre la línea del horizonte, paliurus, cultellus, carne.
"No dejo de hilar su destino, si le doy hálito", me tiembla
el rosario si tiembla el hacha que me ofrecen, aún despierto.
He dado con la fábula, pero no con el sentido.
El grupo me busca; me reclaman a viva voz desde la maleza,
como si necesitaran ese desenlace que intuyo
y en el sueño no me dejan verter: oscilación
en el oficio de cercenar lo que amarían, de ser posible
un entendimiento entre quien llama y quien nunca
responde y contempla, atónito, los jirones entre sus manos.
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MANTRA
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Sometimiento y retribución:
dos sucios velos que el dios extiende
sobre el tablero abarrotado de piezas
que ya ni su propia voluntad ordena.
Pues si en un principio el juego era llevado
por manos omniscientes
hoy las piezas van creando su propia multiplicidad
para demostrar que todo es falible,
intercambiable.
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SANTUARIO Y SUEÑO
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Así hemos soñado que la propia naturaleza nos revisita
antes de deshacer sus bosquejos,
y aún sentimos sus dedos fríos
que indagan por la fiebre o la indiferencia
como una madre devuelta a los claroscuros del techo,
muerta, trazada en el sopor del zaguán.
Acude a hilar sus votos, el vidrio que desangra la mano
y la mano que tiñe la jofaina.
Por unos minutos prefiere acariciar
los vástagos que se cansan en la solercia
para al fin dar con la madeja blanquecina
y teñirla de ocres, lenta y sinuosa,
la madre que aparenta haberse sostenido
en otro punto crucial, no en el sueño,
no en la viga que cuelga amenazante.
Se alimenta de nuestro miedo a los laminarios
cuando nos descubre sometidos a un recinto y su piedad.
Allí descansamos, un minuto antes de detener el péndulo
y comprobar las diferencias.
Allí terminamos, una mancha sobre el azogue y su pudor.
En otro pasaje, en otro reinado que se diluye
como el propio sueño, en otra cercanía
que se alimenta de tinieblas, sin decirlo jamás.
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DARLE UN NOMBRE…
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Yo no quiero darle un nombre, porque ello implicaría
la desobediencia del edicto, clavado
sobre nuestras cabezas.
Darle nombre sería ofrecer, por fin,
el aroma y el sabor que al dios gratifican
sin algo a cambio: un ínfimo ademán
que reciproque tanta pequeñez, gastados
en la consumación del Ser.
Yo no quiero darle un nombre, sino callar
y mirar obstinadamente la pared,
sabiendo que el encono puede destejer
su propia urdimbre. Sentir la gravitación
que el dolor puede ofrecer cuando evitamos el Verbo.
Y seguir apegados a esa sustancia que hiere
y ya no nos abandona, buscando tenaz
un nombre.
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OTRAS ATADURAS Y APARIENCIAS
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El hielo sólo enseña destrezas,
maneras de ensimismarse ante el legajo manchado
donde han descrito esos síntomas
que pretenden retratarte: siluetas, pespuntes,
caligrafía temblorosa de los cuidadores,
recetas tenues.
Ellos describen su frialdad
sin enfatizar el argumento
de los espacios donde nada germina:
más allá ha de nublarse la visión, un espejo blanco
que devora a quien le interrogue, una capa
de nieve sucia que se extiende hacia el vacío.
Ciertas palabras, ciertas figuras conservan su eficacia
y me hacen flaquear, me rinden por fin.
Los miras asentir, apuntar el hallazgo con una sonrisa.
No admiten el temor de perderte, dibujo contra el cristal,
mirada que escruta sólo las huellas
que no parecen haber regresado.
Ven en tu calma su triunfo: eres una predicción
que vino a confirmarles
aunque afuera el hielo insista, mudo,
casi palpable.
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MENOS LOS SENTIDOS
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Se inhala el fulgor para contenerle
y borrarnos a su vez en la inmersión que sobreviene,
linfa tibia que al cuerpo acepta
como hace un sudario, tonos prometidos
y hoy dispersos en cada utensilio
que ensaya el juego de ceder a lo oscuro.
El precario dosel que intenta encubrir la Finalidad
y regresa en otra partitura
es el párpado al acecho, en su costumbre cíclica.
La terca certeza del aposento nos hace creer
que poseemos un claustro donde borrarnos.
Manos operantes, la falacia mayor que obsequian
si de los ojos se renegase.
Podrán tapiar las grietas, cubrir cada intersticio
por donde asoma el esplendor,
lo que insiste y cautiva
al actor del capuz que verifica
su antro impenetrable.
Late el fruto caído, y latirán las sienes
siguiendo el juego de las bifurcaciones.
Nos hacen creer que nada es distintivo
cuando la penumbra se salva de las fisuras.
Nos enseñan el vicio del tacto,
la verdadera flama del arbitrio
cuando apartamos la yesca.
Es el crepúsculo que nos contiene, es la sibila
que se niega a ver, por no vernos,
por no dejarnos sanar.
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LUNAS
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En cada transposición del silencio, un nido abierto
que busca otro nido triunfal,
dos estoques contra las rejas:
allí he visto juntarse las lunas, en mi piel,
en la garganta que intenta el grito.
Cuando desciende el crisol y sangra la bestia
las lunas se posan sobre yacijas irreales.
Son las noches de untarse esa pócima
abandonada a la indiferencia del muro.
Son las noches de evitar ciertos cumplidos que seducen.
Inapresable mi ánima salvo cuando se juntan
los portentos que ahora confieso,
he tenido que ver cómo talan los sicomoros
y se mella el filo contra la corteza.
He tenido que ver cómo desmenuzan los nidos,
y cómo a mis lunas, en la fragua de la lucidez,
de un golpe separan.
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NADIE
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Crispada en torno al frasco,
delineando el arrobo de las privaciones,
viene la mano a cerrar un lapso
que no existe fuera de este confín y su herraje.
La mano que acariciaba urnas, puliendo astuta
como para encontrar un respiradero,
puliendo siempre en el sopor que ofuscaba,
inerte y vana en las noches, satisfecha del miasma
y oficiosa si malograba el amanecer,
tuvo que escribir la cantiga
y luego borrarla con el pudor que se aprende
en las candilejas y en la voz que sigue enmendando
la ineficaz actuación; y así correr el dosel
para ceñir otra tiara sedosa, sumisa,
hasta alzarse en el asombro de verse altiva
y ser el arma, la dosis,
el instrumento de rescisión, la tachadura.
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EL PRECIO DE LAS PALABRAS
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Yo vengo desde lejos a correr los cerrojos,
a mirar cómo se apagan los rescoldos
en la sala desierta
donde una vez centellearon, ilusivas,
mis palabras.
Siempre encubierto,
creí haber recreado estados espirituales
y era sólo el vicio de los ecos.
Y tardé tanto en comprender
que se puede acceder a la imagen,
pero el sentimiento ha de quedar velado al hombre.
Para decirlo mejor: una noche de angustia,
el escozor que nos hiende, el sollozo virginal,
el júbilo trepidante
no pueden ser enmarcados
en combinación alguna.
No se revisita la noche,
ni el escozor, ni el júbilo
a no ser que cerremos los ojos,
y resistamos la tentación de la página.
Describir un quebranto es medirnos
contra el arco de un dios
y requerir un efecto.
No se revisita ese quebranto
para descubrir toda la vaciedad que allí se enmascara.
Descuidar así los pálpitos, y sustituirlos
por las imbricaciones de la naturaleza:
sutiles lazos, halos que no oscurecieron jamás
por ser las fachadas una obsesión
de quien sólo descubre en los reflejos
el rostro que le enaltece y le miente.
Como quien sobrelleva todo el desprecio de una estirpe
que se aísla entre escombros,
preso de las simulaciones,
así he pagado el precio de las palabras.
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LUJO DE UN DÍA
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Tuvimos que buscar en otra parte
porque no estaba en nosotros.
Se deslizaba el manto incorpóreo,
estructura de la insistencia
nunca torneada por quien vino a perpetuarnos.
Y resultaban así la intemperie, las estatuillas fáciles,
los ojos escrutando, midiéndolo todo.
Quien sabe de rasgos mansos
no sabe ser dios.
La criatura tiembla bajo el cincel
como antes temblara el dispensador de almas.
Todo parte del objeto deforme, vaciado aprisa,
el ejercicio ridículo, la masa que acecha.
Lo que nos fue entregado hemos ido devolviendo
en ejercicios de intelección
que visten, como pueden, el temblor de criatura
develado al fin, cuando acuden a vernos
y somos la mueca tras el cristal:
cuerpos como fábula negociada en pericia.
Fuimos armando el personaje con trozos robados
que ya no sabremos disimular, ídolos marchitos
en la vitrina, de un día, de una calle borrosa,
de una ficción que ya resulta inservible.
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MIENTRAS DUERMES
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Mientras duermes, alguien se ocupa
de reordenar tus estrellas.
Lo que fuese vanidad y clarividencia
se convierte en sedimentos, fibras roídas
que cuelgan del alféizar,
mostradas al naciente para hacerte creer
en la utilidad de las parábolas.
El cálido nido se despereza
y sobrevuelan las plumas sangrientas.
Aún resuena el estertor
que en la noche recogía tu molicie;
a tus propias vestiduras han deshecho los espasmos,
la crispación de tu cuerpo bañado en luz astral.
Bastó un único letargo
para arrancarte el nombre y los números secretos.
Sordo a los maitines, ciego al crisol,
en el mugriento lecho te tiendes
y aprietas firmes los párpados
repitiendo que es sólo un mal sueño,
que tiene que ser, como siempre, un mal sueño.
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LA NIEBLA
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Cuando falta la venda sobre los ojos
se tienen el calvario y la jactancia.
Y lo que antecede simula anegarnos impunemente:
los días vertiginosos se agolpan
ante la hacienda que languidece y no renuncia.
Queríamos traer, cortar esos árboles helados
para nuestra estacada inútil.
Queríamos demarcar el exacto suelo;
y era la niebla aquel cuerpo insondable
que crecía en derredor, como un dios ubicuo.
En la piedra relumbra la hoja.
En la hoja aguarda el espesor de la sangre.
Niebla rotunda, codiciada por nuestra voz
si le interrogan una vez más, si demandan
otro requiebro.
Nunca decir lo que el coro estimula
cuando borran un trono y dibujan una silla.
Aplausos suspendidos, la tercera vía ilumina,
el guardián tropieza cuando nos ofrece el cáliz.
Nuestra fatiga, que fue construir una estacada
en medio de los vítores, nos hace ceder,
beber extenuados la porción más indigna.
Todo está bien, murmura el copero desde su nicho,
y avanza la legión que no sabe distinguir
entre una piedra y un cepo.
La hoja relumbra antes de cortejar la piedra.
Es la fascinación vertida, que salpica los manteles
y los lazos llamados a permanecer.
Es la inmanencia del deseo, trocada en hartura,
acusadora presea que arrojan a nuestros pies.
No es el roce de un nudo ni la frialdad de un grillete,
pues cada apetito encuentra inevitablemente
sus recompensas.
Todo está bien, murmura el propio rey
que ha descendido un instante
a darnos su venia y besarnos las sienes
antes de que ciñan, por fin,
la venda sobre nuestros ojos.
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